Columna de opinión de Laura Gallardo, investigadora de la línea de Ciudades Resilientes del (CR)2 y académica del Departamento de Geofísica de la Universidad de Chile. Publicada en Entrepiso.
Los cambios incrementales ya no sirven para enfrentar la dimensión extrema de las crisis que estamos viviendo como humanidad en este planeta azul. Ya no se puede esperar 10 o 20 o 50 años para que la gente no se muera por COVID o por diarrea. Ya no se puede esperar que las negociaciones nacionales e internacionales nos lleven poco a poco a descarbonizar la matriz energética. Y lo más difícil de todo es, probablemente, tener que cambiar los marcos valóricos. Al menos todos esos valores que están en contradicción con nuestra propia vida y supervivencia en este planeta, ciertamente más la de unos que la de otros. Al mundo no le da con tanta riqueza acumulada, con tanta inequidad. Ni siquiera a quienes “tienen plata” (hoy por hoy, sólo ceros y unos en computadores de la banca internacional).
¿Y cuáles son los valores que nos han llevado a esta contradicción? Primero, dicho en chileno, “creernos el hoyo del queque”, pensar que somos unos seres superiores con derechos de explotación y esclavitud de todo los que nos rodea: aire, agua, fuego, minerales, frutas, todo (Alguna gente incluida si es necesario). La naturaleza, o sea, el resto del mundo, se considera un recurso a ser explotado, a nuestro servicio, cual lacayo, cual sirviente medieval. Y la función objetivo, como diría un buen optimizador, es nuestro beneficio porque como somos superiores, lo que le pase a los demás no importa. La ciencia formal y competitiva es la única que explica bien el mundo, todo lo demás son patrañas, por ejemplo, los saberes ancestrales o las lenguas no dominantes, aunque sea maternas. ¡Ah! Y el individuo, así en masculino. El que sabe competir, el “winner” (sí, típicamente iñi piñi si se le mira con atención), ese que lo gana todo en la bolsa con un golpe de astucia –o de insider information– dejando a los demás descolocados, el que se hace de cosas exuberantes y exóticas (incluyendo personas), el que dirige con puño de hierro, que trabaja más que todos los demás, sobre todo si hay quienes hacen lo que él no quiere hacer. Y el “winner”, él hace lo que quiere con su plata, para eso es libre, no lo manda nadie. Y, por último, el nunca bien ponderado crecimiento económico ad infinitum, cual máquina de movimiento perpetuo.
¿No deberíamos haber alegado mucho antes?… O sea, ¡es obvio que el crecimiento no puede ser infinito en un mundo finito! Hay quienes levantaron la voz en los 70’s pero posiblemente se ahogaron o desvanecieron en las tensiones de la guerra fría o simplemente se los comió el liberalismo económico in absurdum de Chile y de absurdum moderado de otros lugares. Y los iñi piñi no compensados no se contentaron con ser dueños de la plata, sino que quisieron ser dueños de la democracia. Esa idea arcaica del valor de lo común, de la solidaridad, de ponerse de acuerdo por el bien común. Esa idea vieja y nueva de constatar que somos un animal más en este mundo, uno bípedo y con un lenguaje algo más sofisticado, decimos (¿Qué pensarán los delfines?). Uno que se pone en riesgo cuando se pierde biodiversidad, no porque las abejas son “tiernas”, sino que porque vivimos y dependemos de ecosistemas que, entre otras cosas, necesitan de polinización. Un animal que ha logrado descongelar el permafrost liberando, aparte de metano, “bichos” que no hemos encontrado en milenios o más…Uno que constata que la ciencia es una labor de muchas horas y dedicación y muy rara vez un milagro inspirado por las musas.
En fin, habrá que aprovechar la pandemia, si se puede, para pensar cómo hacer un mundo distinto, uno con menos “winner” y con valores distintos. Si no, la mejora será pasajera…