Análisis: Filas en el supermercado y cambio climático (Primera parte) | (CR)2

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    Por René D. Garreaud, subdirector del Centro de Ciencia del Clima y la Resiliencia (CR)2

    Es cerca del mediodía y me mandan a comprar… mala idea: hay más de veinte personas esperando para poder entrar al supermercado. Mientras espero, observo cómo el guardia toma la temperatura a los clientes. La temperatura es una variable de nuestro mundo cotidiano, pero que tiene raíces en el mundo microscópico, pues refleja cuán rápido se mueven o vibran los átomos y las moléculas.

    Cuando era más joven, la temperatura corporal se tomaba con un termómetro de mercurio, en que la energía interna causaba la expansión del mercurio dentro de un tubo capilar. En ese caso, la transferencia de calor ocurre por conducción, golpes sucesivos entre moléculas desde el cuerpo más cálido al más frio. En el caso de los fluidos (líquidos y gases) la transferencia de calor ocurre generalmente por convección, cuando millones de moléculas moviéndose rápido (fluido más caliente) le entregan parte de su energía interna a un fluido más frío.

    El guardia, para mi alivio, no tiene un termómetro de mercurio, sino que apunta a las personas a cierta distancia con una especie de pistola que, según el señor delante de mí, es un rayo láser, y según la joven detrás de mí, es un sensor remoto. El señor está mal, en cambio, la joven tiene razón, pero falta una explicación: y es que el instrumento está midiendo la radiación, energía electromagnética que sale de nuestros cuerpos en forma de ondas.

    ¡Uf! Se complicó la cosa.

    Primero partamos por esto de las ondas. Piense en una piscina sobre la cual arrojo una piedra justo en su centro. Cuando esta choca con la superficie del agua se generan ondas mecánicas que puedo ver por las ondulaciones que se alejan desde donde cayó la piedra y pueden transportar energía mecánica (movimiento) hacia los bordes de la piscina. Una característica importante de las ondas es su longitud (λ), esto quiere decir, la distancia entre una cresta y otra.

    Ahora volvamos al mundo microscópico. Debido a transiciones de nivel de los electrones orbitando alrededor del núcleo atómico y las vibraciones de las moléculas, toda la materia está permanentemente emitiendo ondas que alteran propiedades electromagnéticas del medio a su alrededor. Al igual que sus primas mecánicas, las ondas electromagnéticas (OEM) transportan energía y pueden tener diversas longitudes, desde las millonésimas de milímetros hasta cientos de metros y más. Esta variedad de longitudes de ondas se denomina espectro electromagnético y, según los diferentes rangos, le ponemos nombres sugerentes, como rayos X, gamma, ultravioleta, espectro visible, infrarrojo, microondas, ondas de radio, etc. (Figura 1). El espectro visible, por ejemplo, corresponde a una longitud de onda entre 0.3 y 0.7 micrómetros (la sigla de micrómetro es “μm”, una milésima de un milímetro).

    En principio, toda la materia –y usted no se escapa- emite OEM en todo el espectro, transportando una porción de energía que es elegantemente cuantificada por la ley de Planck. La suma de todas esas porciones es la energía total emitida por el cuerpo (E* en unidades de energía por unidad de tiempo y área, vatio por metro cuadrado: W/m2) y depende exclusivamente de la temperatura (T en unidades de Kelvin = grados Celsius + 273) del emisor. Entonces, el instrumento que tiene el guardia del supermercado mide la energía electromagnética emitida por las personas de donde podemos obtener la temperatura de su piel (Ts ≈ [E*/σ](1/4), donde σ es la constante de Stefan-Boltzmann).

    Figura 1. El espectro electromagnético corresponde al conjunto de todas las ondas que la materia (sólida, líquida o gaseosa) puede generar. Las ondas se distinguen por su longitud, desde ondas muy cortas hasta muy largas. Diversas porciones del espectro electromagnético tienen nombres que las distinguen. El máximo de emisión depende de la temperatura de la materia como lo indica la barra inferior.

    Aunque todos emitimos de todo, la mayor parte de energía se concentra en torno a una longitud de onda que está determinada también por la temperatura del emisor (λmax ≈ 2897/T, con T en K y λmax en μm). Pero la energía que emitimos en longitudes de onda que están muy alejadas de λmax, decae rápidamente hasta llegar a niveles que están por debajo de la detección de los instrumentos más sensibles. La figura anterior muestra también la temperatura de la materia que emite el grueso de su energía en determinadas partes del espectro electromagnético. Por ejemplo, la temperatura de la capa más externa del sol está a unos 5800 K por lo que el máximo de emisión ocurre entre 0.3 y 0.7 μm, y es por eso que quienes orbitamos en torno al sol denominamos a este rango como el espectro visible, habiendo desarrollado células que reaccionan a esa radiación. Incluso, a las distintas longitudes de onda dentro de este rango les asociamos colores. Nuestros cuerpos, en cambio, están a unos 30 °C ≈ 303 K y, por lo tanto, emitimos preferencialmente en torno a los 10 μm dentro del rango infrarrojo. De hecho el “termómetro” que tiene el guardia es un radiómetro que mide entre 5 y 30 μm.

    De manera similar a esta medición que hace el guardia, los satélites que están fuera de la atmósfera detectan cuánta energía está emitiendo el planeta: unos 240 W/m2 en promedio (durante muchos años y sobre todo el planeta), como lo muestra la figura 2. Este valor es casi idéntico a lo que recibimos desde el sol –descontando lo que se refleja hacia el espacio- e indica que el sistema terrestre está cercano al equilibrio: entra lo mismo que sale. Empleando la ley de Stefan-Boltzmann, obtenemos una temperatura media para nuestro planeta de unos 255 K ≈ -15 °C.

    En contraste, la temperatura media de la superficie de la Tierra es cercana a los 15 °C, lo que corresponde a una emisión cercana a los 380 W/m2. Esta diferencia entre la emisión desde la superficie terrestre y lo que finalmente sale hacia el espacio se debe a la absorción de radiación infrarroja por parte de ciertos gases presentes en la atmosfera terrestre, los llamados gases de efecto invernadero (GEI), como el vapor de agua (H2O), el dióxido de carbono (CO2), el metano (CH4) y algunos más, que provocan el famoso efecto invernadero (que poco tiene que ver con un invernadero de verdad). La proporción de los GEI en relación a la masa total de la atmosfera es muy pequeña (bajo el 0.01 %), lo que muestra que algo pequeño es capaz de hacer algo grande. Las ondas electromagnéticas en el rango infrarrojo logran aumentar la energía cinética de las moléculas de los GEI, lo que se refleja en un aumento de temperatura de la atmosfera. Así, la atmosfera terrestre se convierte en un emisor de radiación hacia el espacio (casi todo lo que sale proviene de la atmósfera) y también de regreso hacia la superficie de la Tierra, explicando la diferencia entre las gélidas condiciones que nos correspondería solo por radiación solar (-15 °C) y los agradables 15 °C que actualmente poseemos.

    Figura 2. Promedio (2003-2011) de la radiación infrarroja emergente (Outgoing longwave radiation en inglés) obtenida por satélites fuera de la atmosfera terrestre. Fuente NASA: http://mirador.gsfc.nasa.gov/

    A lo largo de la historia planetaria (unos 4.600 millones de años), este efecto invernadero ha mantenido la temperatura media del planeta bien por encima de los 0 °C, permitiendo que exista agua líquida en la superficie, un elemento esencial para la vida como la conocemos. Los registros ambientales del pasado indican grandes fluctuaciones de la temperatura de la Tierra en la escala de cientos de millones de años, las que son explicadas por las variaciones en la concentración atmosférica de CO2, el cual migra lenta, pero continuamente entre la atmósfera, los océanos y el interior del planeta. Este flujo natural de GEI comenzó a ser alterado sustancialmente desde mediados del siglo XIX (Figura 3), debido a la quema de combustibles fósiles (carbón, petróleo y gas natural) que permitió la Revolución Industrial junto con la expansión de la agricultura y ganadería. Un dato a destacar al respecto es que la concentración de CO2 en la atmósfera se mantuvo entre 180 y 280 partes por millón (ppm) durante los últimos cientos de milenios, pero ha estado aumentando continuamente desde 1850, superando, actualmente, las 411 ppm.

    Figura 3. Promedio global de la concentración de tres gases con efecto invernadero obtenido de observaciones (líneas) y reconstrucciones (círculos). Fuente: 5to informe del grupo 1 del Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés, https://ar5-syr.ipcc.ch/topic_observedchanges.php)

    El incremento en la concentración del CO2 y otros GEI ha intensificado el efecto invernadero, resultando en un aumento de la energía disponible en el sistema terrestre: mientras el sol se mantiene enviando sus 240 W/m2, la mayor absorción de la radiación originada en la superficie terrestre reduce levemente la salida de radiación hacia el espacio. La manifestación más evidente de este exceso de energía (unos pocos W/m2, por ahora) es el incremento del promedio global de la temperatura del aire cercano a la superficie en cerca de 1 °C desde 1850 hasta la actualidad, aunque el incremento se ha concentrado en los últimos 50 años. Otros síntomas globales de este superávit energético incluyen el progresivo calentamiento del océano profundo y el aumento en el nivel medio del mar, junto a una marcada pérdida del hielo marino y de las masas de hielo continentales (Figura 4).

    Figura 4. Promedio global de la temperatura del aire cerca de la superficie, nivel del mar y pH del océano junto a cubierta de hielo marino en el océano Ártico. Fuente: Elaboración propia en base a datos del 5to informe del grupo 1 del IPCC (https://ar5-syr.ipcc.ch/topic_observedchanges.php)

    El calentamiento que ha experimentado el aire cerca de la superficie durante el siglo pasado varía sustancialmente entre distintas regiones del planeta, debido, en parte, a la diferente inercia térmica de las masas continentales y los océanos, generando diferencias de presión, viento y precipitación. Un planeta más cálido implica, además, un ciclo hidrológico más intenso, causando mayores precipitaciones en las zonas tropicales, pero secando algunas zonas subtropicales debido a la alteración de la circulación atmosférica.

    Bueno, llegó mi turno de medir mi temperatura… ¡35.6 °C! Así que puedo pasar a comprar. En la próxima visita al supermercado veremos qué nos depara el futuro… si la fila es suficientemente larga.

    Notas
    2. La fórmula Ts ≈ [E*/σ]1/4 se modificó por Ts ≈ [E*/σ](1/4)
    1. Para una mayor precisión, se modificó: «la concentración de CO2 en la atmósfera se había mantenido muy cercana a las 280 partes por millón (ppm)» por «la concentración de CO2 en la atmósfera se mantuvo entre 180 y 280 partes por millón (ppm)».