Columna de opinión de Carlos Zamorano, investigador del Centro de Ciencia del Clima y la Resiliencia (CR)2 y Jefe de carrera de Ingeniería Forestal de la Universidad de Aysén. Publicada en El Divisadero y El Mostrador.
Los crecientes impactos del cambio climático representan sin duda el mayor desafío que debemos afrontar como humanidad, ya no en el largo plazo, sino que desde nuestro propio presente. En este contexto, la comunidad científica y gobiernos de todo el mundo han definido una serie de medidas y compromisos para fomentar la fijación y secuestro de gases de efecto invernadero, en especial de dióxido de carbono (CO2).
Una de las principales estrategias en este sentido ha sido la reforestación y establecimiento de nuevos bosques. Es con este afán que se han fomentado globalmente múltiples iniciativas, tanto públicas como privadas, para plantar árboles donde sea posible (y factible). Sin ir más lejos, un acuerdo mundial (el desafío de Bonn) propuso la restauración de 350 millones de hectáreas al año 2030, al cual se han comprometido más de 44 países, organizaciones y empresas. Sin embargo, la mayor parte de estos compromisos corresponden a plantaciones forestales industriales, cuya eficiencia en su capacidad de fijación y secuestro de carbono en relación a otras estrategias es, al menos, cuestionable. Por ejemplo, se ha demostrado que, en el contexto de esta meta global de restauración, la estrategia más eficiente y económica es fomentar la regeneración natural de los ecosistemas forestales, y tan o más importante que esto, mantener la protección efectiva de los bosques adultos bien conservados, los cuales han sido definidos como uno de los ecosistemas terrestres con mayor densidad de carbono (y biodiversidad).
En Chile, la región que concentra la superficie de bosques nativos adultos y en mejor estado de conservación es la Región de Aysén. A su vez, esta región presenta cerca de un 30% de su superficie deforestada (3 millones de hectáreas), producto de los incendios que, como política de Estado, se utilizaron para la habilitación de áreas agropecuarias hace casi 100 años. La mayor parte de esta superficie mantiene altos niveles de erosión, que requieren con urgencia de acciones que permitan recuperar estos ecosistemas.
En tal escenario, la compra de un predio de 6.000 Ha. para un proyecto de reforestación en la Región de Aysén parecería una acción necesaria, y hasta meritoria, que permitiría avanzar en la recuperación de estos maravillosos ecosistemas. Pero si tal iniciativa plantea establecer árboles en un ecosistema que ha evolucionado naturalmente sin ellos (estepa), es que algo no anda bien. Es decir, un ecosistema natural está siendo sustituido por uno artificial en una iniciativa que se plantea como “reforestación de bosques”, y cuyo objetivo es la captura de CO2 porque, según sostienen, “plantar árboles es lo mejor que podemos hacer hoy”.
Es esto lo que justamente está desarrollando la familia Miguel Torres, propietaria de la industria vitivinícola del mismo nombre, en la comuna de Coyhaique, Región de Aysén. Es difícil entender que una iniciativa como esta pueda ser considerada como algo positivo, como una acción necesaria y que sólo representa beneficios medioambientales. Son muchas las preguntas, pero la que me resulta más preocupante es ¿sabemos lo que estamos haciendo cuando afirmamos que estamos “luchando” contra el cambio climático?. Por cierto resulta paradójico que, hoy en día, la hermosa Región de Aysén se vea amenazada por potenciales nuevas iniciativas que pretendan lo mismo, mitigar el cambio climático reemplazando ecosistemas naturales por plantaciones. Ello en lugar de trabajar por la conservación de los bosques que aún tenemos, y en la restauración de aquellas millones de hectáreas deforestadas que, desde hace décadas, esperan por iniciativas que entiendan la responsabilidad que tienen en sus manos.