Ofelia: Centinelas de la Antártica y el clamor de los mares

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    Por José Barraza, divulgador científico del Centro de Ciencia del Clima y la Resiliencia CR2.  Colaboración científica: María Estrella Alcamán, investigadora adjunta CR2

    Sábado 31 de julio, 3:17 horas

    Un trueno en la lejanía despertó al viejo capitán Juan Albatesta. Aún adormilado, se levantó de su cama y asomó la cabeza por la ventana esperando contemplar los negros nubarrones que anunciaban la llegada de una tormenta; para su sorpresa, las estrellas titilaban despreocupadas en el despejado cielo del sur Austral.

    Tapó con fuerza sus orejas para acallar un segundo estruendo, cuyo eco viajó más allá de lontananza. “No hubo un relámpago antes”, se percató el anciano capitán, y su asombro fue mayúsculo cuando alzó la vista y contempló cientos de gaviotas cruzando aterradas el cielo nocturno.

    Tan rápido como podían moverse sus vetustas piernas, tomó una chaqueta, se calzó sus botas y salió presuroso de su solitario hogar emplazado cerca de la costa para averiguar el origen de aquel insólito fenómeno. No eran solo las gaviotas. Aún en la penumbra, vislumbró a cientos de cernícalos, bandurrias y tiuques volando tierra adentro.

    Un tercer «trueno» resonó en la oscuridad.

    El viejo capitán sintió la respuesta en sus huesos y en los escasos y albos vellos de su nuca. No era el cielo, no era una tormenta, no eran truenos… era el mar.

    “La mar está furiosa”, temió, y se arrebujó en su chaqueta, preocupado.

    Miércoles 4 de agosto, 9:45 horas

    Los presurosos pasos se escuchaban por todo el quinto piso de la facultad. Por la hora, Ofelia adivinó que Miguel, su alumno en práctica, nuevamente se había quedado dormido y que corría para no llegar aún más tarde al trabajo. Bebía su café al tiempo que respiraba hondo, en una suerte de meditación para no enojarse con el joven estudiante.

    -¡Disculpa la hora! –rogó Miguel cuando llegó a la oficina abriendo la puerta de sopetón.

    Ofelia lo saludó alzando las cejas con displicencia.

    -¡No me vas a creer! Me demoré en llegar porque me quedé toda la noche jugando videojuegos con uno de los científicos del centro… Julián, el que trabaja en la Antártica.

    -Contarme eso no te conviene mucho -Ofelia frunció el entrecejo al tiempo que sentía la sangre subir por su rostro.

    -Espera, aún no termino. Nos quedamos jugando hasta tarde y apostamos…

    -¿Apostaron?… Insisto, tu excusa no te está favoreciendo -dio un sorbo a su café que sabía más amargo que de costumbre.

    -… y apostamos que, si yo le ganaba todas las partidas, nos dejaría acompañarlo en su próxima investigación a la Antártica. ¡Y adivina quiénes parten al continente blanco en tres meses! –sacó su celular y le mostró el correo donde eran formalmente invitados a unirse como miembros de una expedición.

    -¿Sabes que así comienza la película Titanic, cierto?

    -No, no la he visto. Creo que aún no nacía cuando se estrenó –respondió sin entender la referencia.

    -Vela hasta el final y me dirás qué te parece esta coincidencia.

    Ofelia no se mostraba animada con la idea de ir a la Antártica, y menos con la forma en la que su alumno en práctica había conseguido los pasajes. Le daba mala espina.

    Lunes 8 de noviembre, 7:30 horas

    Ante aquel paisaje de un majestuoso y refulgente blanco, Ofelia agradeció que Miguel hubiese ganado aquella apuesta (aunque muy para sus adentros y sin reconocerlo). De pie, en la proa del buque Aquiles de la Armada, observaba el tranquilo horizonte antártico acompañada de un delicioso chocolate caliente mientras el céfiro peinaba sus azabaches cabellos. El suave mecer del navío convertía aquella experiencia en algo que nunca pensó que viviría como comunicadora de la ciencia.

    -Hermoso, ¿cierto? –a su lado llegó Lucero, la bióloga marina a cargo de la expedición- He venido a la Antártica unas cinco veces y nunca deja de asombrarme su belleza.

    A lo lejos se veían glaciares de incontables años yaciendo apacibles sobre el mar antártico, y, sobre ellos, familias de pingüinos deslizándose por el hielo con su vientre. Junto al buque, un grupo de toninas saltaba y ejecutaba gráciles acrobacias, una bella manera de dar la bienvenida al grupo. Ofelia quedó sin aliento cuando, a metros del barco, una enorme ballena azul emergió lentamente desde el océano, como si quiera volar, acariciar las nubes, para dejarse caer pesadamente en una espumosa explosión de azul y blanco.

    Abrumada por el espectáculo, apenas pudo responderle a la bióloga con un escueto “sí, bello”.

    -Me alegra que hayan venido tú y Miguel –Lucero siguió la conversación-. Con su ayuda, será mucho más sencillo explicar a la comunidad el trabajo que desarrollamos aquí.

    -Yo aún no lo comprendo mucho –se acercó Miguel, que se protegía del viento con una gruesa chaqueta-, y eso que leí los artículos científicos que nos enviaron.

    -En palabras sencillas, estamos investigando a las bacterias antárticas, conocer a estos organismos microscópicos que no podemos ver a simple vista. Queremos saber qué están haciendo, cómo ayudan al océano antártico y ver cómo ello repercute en la humanidad. ¿Sabías que las bacterias fueron la primera forma de vida del planeta?

    Miguel guardó atento silencio.

    -Fueron fundamentales para la oxigenación de la atmósfera -prosiguió Lucero-. Todo lo que somos, es gracias a las bacterias; y es por eso que he dedicado mi vida profesional a saber más de ellas.

    -Entiendo que desean recoger algunas muestras. ¿Cuándo tendrán la primera salida?

    -Mañana, si es que las condiciones de viento y el tiempo nos acompañan.

    -Dudo que les favorezca –se entrometió un anciano de piel curtida y cabello escaso-. Hoy la mar está en calma, pero todos estos meses ha estado brava. He escuchado sus rugidos. El planeta está cambiando. Sabe que lo hemos tratado mal y, cual bestia, da coces para sacudirse de la humanidad.

    -No nos asuste, don Juan –le sonrió Lucero-. Ofelia, Miguel, les presentó a don Juan Albatesta, capitán de muchas embarcaciones y de gran experiencia en esta gélida región. Conoce mucho del mar y por eso siempre nos acompaña. Nunca falla en sus predicciones del tiempo. Con solo ver el paisaje ya sabe cómo estará el día. Es mucho mejor que cualquier página de meteorología.

    -¿Así que mañana se viene un día malo, capitán Juan? –preguntó Miguel, algo inquieto.

    -¡Peor que eso! Si yo fuera ustedes, no habría venido a esta expedición. Este será el último día medianamente agradable. A partir de mañana, nadie podrá salir de los refugios.

    -Tranquilo, don Juan. Sabemos que las condiciones climáticas son así y estamos preparados. Seremos pacientes y esperaremos una ventana de buen tiempo para poder salir a muestrear. Cuando lleguemos a la base, veremos qué hacer.

    Miércoles 10 de noviembre, 20:00 horas

    -¡Suban la música! –pedía a gritos un investigador mientras recogía una carta y miraba de reojo las reacciones de sus rivales: una física irlandesa, una climatóloga de Australia y un ingeniero de la India. Bebió un trago de su café para disimular que tenía una pésima mano.

    Al otro lado de la base polar, un grupo de científicos y científicas de distintas naciones conversaba y reía a destajo en una mezcla de francés, italiano, inglés y castellano.

    Miguel, en tanto, estaba enfrascado en un duelo de videojuegos con Julián, el científico que lo había incluido en la expedición. Ofelia y Lucero conversaban distendidamente mientras bebían un café bien cargado.

    -¿Así que mañana saldrán a tomar muestras de bacterias marinas? –Ofelia se sentó junto a una estufa y descansó los pies sobre un reposapiés acolchado.

    -Es muy probable que sí –respondió la bióloga-. Estuvimos monitoreando las condiciones y hay una ventana de tiempo favorable durante la mañana. Parece que, por primera vez, don Juan se ha equivocado en sus pronósticos.

    -No quiero arruinar este momento de descanso, pero me gustaría saber, más o menos, qué investigación estás desarrollando. Así puedo prepararme para registrar todo el proceso, grabar, tomar fotografías.

    -Mmmmh… -Lucero sopló con suavidad su café mientras pensaba en una respuesta- En palabras sencillas, buscamos analizar el metabolismo y la abundancia de las bacterias marinas antárticas. Si estas dos cosas han sufrido variaciones, es posible que se deba a modificaciones en sus hábitats, ya sea el océano antártico o los glaciares. Por eso las llamamos bacterias “centinelas”, pues ellas nos alertan de alteraciones en la zona y del mar.

    -Comprendo, algunos cambios en los ecosistemas no son fáciles de detectar, pero sí pueden apreciarlos de mejor manera a través de los cambios en las mismas bacterias.

    -¡Exacto! Si logramos detectar estos cambios en las bacterias, podremos deducir que también hay cambios en los ecosistemas antárticos y así ver qué ocurre con, por ejemplo, las otras especies del continente. Esto considerando que las bacterias son la base de la cadena alimenticia…

    -¡Goooooooooooool!

    El grito de Miguel las sacó de su conversación

    -¡Tendrás que llevarme a otra salida a terreno, perdedor! -reía a carcajadas el estudiante en práctica.

    Ofelia restregó sus ojos con hastío, pero lo dejó pasar para no arruinar el viaje. Se limitó a beber un poco más de su café. Lucero se lo tomó con humor.

    -Aquí siempre es igual. Hay ocasiones en que estamos sin salir por días y necesitamos divertirnos con lo que sea. Pero mañana… mañana será un día de puro trabajo -advirtió la bióloga.

    Jueves 11 de noviembre, 06:27 horas.

    -Está lindo el sol, ¿o no, don Juan? -preguntó Lucero con un dejo de ironía al ver el resplandeciente astro.

    -Yo no estaría tan confiado -respondió el capitán-. Hay una brisa fría que viene de todas direcciones, un olor que desconozco, una rara sensación en la espalda.

    -Eso se llama porfía -le susurró entre risas Miguel a Ofelia.

    Luego de tres días de desembarcar en la Antártica, al fin el mal tiempo había amainado y podrían salir a recolectar muestras. Ofelia se vio navegando por las gélidas aguas de la Antártica sobre un bote zodiac rumbo al punto de extracción de bacterias marinas. Miguel se sorprendió cuando vio que Lucero sumergía un simple balde de plástico para sacar agua de la superficie y la trasvasijaba a un bidón.

    -¿Así de sencillo es? -preguntó incrédulo.

    -Sí y no. Esto lo hacemos solo cuando sacamos bacterias que se encuentran en la superficie del mar. Para recolectar bacterias de aguas más profundas usamos esto -dijo Lucero y sacó un cilindro gris lleno de dispositivos atado a una cuerda-. Esto es una botella niskin con una capacidad de almacenamiento de cinco litros. La sumergimos para obtener agua de cinco metros de profundidad, luego de diez metros y, finalmente, de quince metros. Así podemos contar con un mejor panorama de las bacterias y si cambian según lo profundo de su hábitat.

    Miguel notó que sumergieron la botella niskin doce veces antes de que decidieran regresar a la base a dejar las muestras. Una vez en tierra, Ofelia sacó su cámara y comenzó a registrar todo el proceso posterior en el laboratorio mientras la bióloga ejecutaba una perfecta actuación narrando cada uno de los pasos que hacía, siempre sonriendo a la cámara.

    -Toda esta agua recolectada -mostró un bidón de veinte litros- la pasamos por este filtro y es aquí donde las bacterias quedan retenidas -hizo un ademán para que Ofelia se acercara con la cámara-. Este filtro lo congelaremos y lo analizaremos aquí en el laboratorio para extraer su ADN o ARN y lo enviaremos a Estados Unidos para que lo secuencien y así lograr determinar la identidad de las bacterias.

    Iba a continuar su distendido relato cuando algo extraño llamó la atención de la bióloga, algo ajeno a la cotidianeidad de sus tantas expediciones, algo que sus ojos no podían comprender ni explicar, aún con todo su conocimiento científico.

    -¿Eso es lo que llaman bioluminiscencia? -preguntó Ofelia con algo de escepticismo ante su propia conclusión.

    Y es que tanto los filtros donde se encontraban las bacterias como los muchos bidones con las muestras que habían recolectado comenzaron a emitir un intenso fulgor dorado que se atenuó con el pasar de unos segundos hasta volver a ser simples botellas de agua de mar.

    -No… eso no es bioluminiscencia -respondió Lucero, extrañada-. No sé qué habrá sido, pero creo que tendremos que salir a tomar nuevas muestras. Algo raro tiene esta agua.

    Jueves 11 de noviembre, 15:48 horas.

    El sol aún les acompañaba para cuando ya habían recolectado otros tantos bidones de agua, los que acomodaban con sumo cuidado en el bote zodiac. Miguel vigilaba, atento a cualquier nuevo y sospechoso resplandor.

    Un trueno estremeció el bote.

    Toda la expedición alzó la vista hacia el cielo, excepto el capitán Juan Albatesta… él clavó su mirada en el mar. Sabía que aquel sonido infernal provenía del océano.

    -¡Están brillando! ¡Las botellas con bacterias están brillando! -gritó Miguel.

    Un nuevo estruendo.

    El mar comenzó a agitarse con violencia. Lucero no comprendía lo que estaba sucediendo, menos cuando un fuerte oleaje empezó a azotar el pequeño bote. “Es imposible. Las condiciones meteorológicas eran favorables”, pensaba confundida.

    La luz de las botellas se intensificó.

    -¡Siguen brillando! -insistía Miguel.

    “Son centinelas”, pensó Lucero.

    -¡La bacterias nos estaban alertando de este peligro! -concluyó.

    Apenas dijo esto, una inmensa ola se vio en el horizonte marino, presta a arrasar con la expedición.

    -La mar esta furiosa ¡Se los advertí! ¡No debimos venir aquí! -vociferaba el capitán.

    Con su experiencia de más de cincuenta años en altamar, Juan Albatesta, encendió raudamente el motor del zodiac y lo dirigió hacia el buque para guarecerse de aquella gigantesca ola.

    -¡Más rápido, capitán! -gritaba Miguel, aterrado.

    Apenas alcanzaron a llegar cuando la ola golpeó con violencia el buque. Una parte de la expedición cayó al mar, y la otra quedó herida o inconsciente en la borda. Solo Ofelia y Lucero seguían en pie, viendo como un gigantesco tren de olas amenazaba la embarcación.

    Con las fuerzas que le quedaban, Ofelia arrojó salvavidas a quienes cayeron y se encontraban sin defensas ante el furioso oleaje.

    -El mar… el mar sabe que le hemos hecho daño -susurró el capitán Albatesta, que yacía semiinconsciente en el suelo-. Cree que queremos matar a sus criaturas… se está defendiendo.

    Ante aquellas palabras, Lucero sintió en su cuerpo lo que debía hacer, sentía que debía ir más allá de su racionalidad científica, sentía que debía olvidar todo lo que aprendió en la universidad… sentía que debía hablarle al mar. Tomó uno de los bidones y haciendo uso de toda su energía se encaminó hasta la proa, donde alzó a las luminosas bacterias centinelas.

    -¡Lo hacemos para protegerte! -gritó con todas sus fuerzas, luchando contra el poderoso rugido del océano- ¡Solo queremos entenderte para salvarte y salvar a los seres que aquí habitan! ¡Déjanos ayudarte! -rogaba con las brillantes bacterias en alto al tiempo que el iracundo mar golpeaba su rostro.

    Ofelia pensó que estaba enloqueciendo cuando el rugir del viento y del océano parecieron proferir palabras. “¿Salvarme?”, creyó escuchar, pero no, eso era imposible, se decía para sus adentros, intentando encontrar una respuesta lógica que explicara el fenómeno. “¿Protegerme?”, escuchó mientras luchaba por salvar a quienes se encontraban a merced del mar.

    Promételo”.

    -¡Lo prometo! -dijo Lucero y abrió los bidones, arrojando las brillantes bacterias al mar, cuyo resplandor iluminó toda la superficie del océano hasta más allá del horizonte.

    Al instante, una refulgente marea alzó a las personas que habían caído al mar y las depositó con suavidad en el buque, y un cálido y dorado rocío sanó sus heridas. Tras ello, la mar se apaciguó y sus aguas se tornaron tranquilas, serenas.

    Lunes 15 de noviembre, 09:37 horas.

    ¿Cómo explicar lo que vi, lo que escuché en la Antártica? -escribía Ofelia en su reporte para la universidad- Como comunicadora de la ciencia me es imposible llegar a una conclusión, pero no puedo dejar de pensar en el deterioro que ha sufrido el continente blanco: las altas temperaturas, los deshielos, su impacto en la biodiversidad.

    Solo Lucero, el capitán Albatesta y yo presenciamos aquel inexplicable suceso. Nadie más de la expedición. Lucero y el capitán creen que tanto ha sido el daño que ha sufrido la Antártica, que su mar, de alguna manera ajena a mi comprensión, consideró hostiles a quienes solo buscábamos su protección. Las bacterias, al ser las centinelas del océano, nos advirtieron de su cólera emitiendo un brillo de alerta y, cuales salvadoras, atestiguaron a nuestro favor y amansaron las aguas.

    Tal hipótesis puede sonar apresurada, pero no puedo negar que oí palabras en el viento, palabras que parecían provenir de lo más profundo del océano, una voz estentórea que aceleró mi corazón, una voz que, estoy segura, era el clamor del mar.

    Lucero, el capitán y su equipo seguirán trabajando por comprender los hábitats de la Antártica y hacer todo lo que esté a su alcance para protegerlos. Al menos ya saben que tienen unas valiosas aliadas: las bacterias.

    Ofelia dejó de escribir, respiró hondo, miró hacia el horizonte y entre las blancas nubes le pareció divisar una ballena emergiendo de las aguas antárticas.

     

    *Para saber más del rol de las bacterias centinelas, puede leer la Ficha CR2 Los microorganismos como centinelas de los cambios en los ecosistemas costeros marinos de la Antártica.