Columna de opinión de Macarena Valdés, investigadora de la línea de Ciudades Resilientes del (CR)2, de la Red de Pobreza Energética y académica de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Chile. Publicada en El Mostrador.
Hace un par de décadas surgió la controversia sobre el riesgo que el bisfenol A —una sustancia química conocida como BPA— implicaba para la salud. Esta sustancia es ampliamente utilizada en la producción de plásticos y resinas, y comenzó a usarse en la fabricación de chupetes y accesorios para niñas y niños. En estudios toxicológicos realizados en condiciones controladas con animales de laboratorio, este compuesto fue caracterizado como un disruptor endocrino, es decir, una sustancia que afecta el metabolismo de diversas hormonas y con ello el neurodesarrollo, la inmunidad y la potencial aparición de cánceres. Sin embargo, en estudios epidemiológicos realizados en grupos poblacionales de seres humanos, la evidencia causal sobre la relación entre BPA y los efectos anteriormente mencionados no resultaba concluyente, lo que significa que estos estudios no generaban la misma evidencia que la obtenida en el laboratorio. La incertidumbre sobre el riesgo que representaba el BPA para la salud de niñas y niños instó a varios países a prohibir su uso en la elaboración de accesorios infantiles, mientras que otros han esperado a que la evidencia sea concluyente.
¿Qué sucede cuando la evidencia científica no es una receta de cocina que aplicamos y que nos entrega siempre el mismo resultado? Hay muchos ejemplos en salud ambiental en que la evidencia epidemiológica no es concluyente, tal como sucedió con el BPA, y que hacen que la toma de decisiones requiera de un enfoque basado en la salud pública. Situaciones como la del BPA nos permiten reconocer el principio precautorio como un enfoque que responde a la incertidumbre con medidas preventivas que permiten reducir los potenciales efectos negativos en la población; por lo mismo, este principio nos motiva a interpretar la falta de evidencia como riesgo y no como falta de causalidad. Teniendo en cuenta esta premisa, parece necesario reflexionar sobre cuál será nuestra postura como país para enfrentar eventos agudos como la actual pandemia del coronavirus, o estados más crónicos, como la crisis de inequidad que ha progresado en las últimas décadas.
Bajo el escenario actual de la pandemia por COVID19 —la enfermedad producida por el coronavirus— y el rápido aumento de la incidencia en regiones como la Metropolitana y la región de Magallanes, es pertinente tener una postura precautoria respecto del rol que jugará la contaminación del aire en indicadores sanitarios como la incidencia o la letalidad. En las últimas semanas, la calidad del aire ha sido buena en algunas ciudades, sin embargo, las bajas temperaturas experimentadas en las ciudades del sur de país, implicarán una mayor demanda energética y con ello mayor contaminación atmosférica, y en algunos casos, mayor contaminación intradomiciliaria. En efecto, si revisamos los datos de las estaciones de monitoreo del aire —pertenecientes al Sistema de Información Nacional de Calidad del Aire, SINCA—en ciudades como Osorno, Puerto Montt y Coyhaique ya se indica alerta y preemergencia ambiental.
Teniendo en cuenta el principio precautorio, sería preciso complementar las medidas de cuarentena y aislamiento con medidas ambientales a corto plazo —como el monitoreo de la calidad del aire y la vigilancia del cumplimiento de la norma—, y a mediano y largo plazo —como la transición a una matriz energética coherente con el escenario actual. Es posible que la evidencia sobre la transmisión aérea del virus demore en construirse; no obstante, ya sabemos que la contaminación del aire aumenta las enfermedades y muertes por causas respiratorias, cardiovasculares y cánceres, afectando particularmente a personas que experimentan algún tipo de vulnerabilidad como enfermedades basales o condiciones sociales desventajadas, y que incrementa la incidencia de infecciones del tipo influenza, es decir, de cuadros similares al COVID19.
Aunque las redes sociales y los medios de comunicación han destacado que medidas como la cuarentena están teniendo un efecto positivo en la calidad del aire, es también cierto que este efecto es temporal y probablemente no significativo. Por lo mismo, esta pandemia representa un desafío que aviva la fantasía que todas y todos tengamos acceso a salud, es decir, que la protección del bienestar físico, mental y social, y no tan solo la ausencia de enfermedad, sea un derecho indiscutible para todos lo miembros de nuestra sociedad. Para que esta fantasía se haga realidad y podamos superar la crisis de manera equitativa, se hace necesario establecer la idea que el principio precautorio no sea tan solo un enfoque basado en una postura filosófica, sino que sea uno de los principios fundamentales del nuevo pacto social que es requerido para solucionar los problemas crónicos que acarreamos del pasado y para enfrentar de mejor forma los desafíos actuales y futuros que la era del antropoceno trae consigo.